Ya casi nunca me defino como periodista. A pesar de haber dedicado una mayor parte de mi vida a relatar realidades que a inventar ficciones, en las entrevistas o en mi bio de Twitter digo que soy dramaturgo, director o guionista. Mi carrera periodística y mi década larga trabajando en medios como TV3, El Periódico de Catalunya y Grupo Zeta parecen formar parte una vida ajena, aunque soy consciente que siguen dentro de mi, de algún modo, y afectan de manera determinante mi manera de abordar el teatro. Haber tenido la oportunidad (quizás el privilegio) de estar a ambos lados de la frontera que separa la narración de hechos y la invención de fantasías me ha permitido disfrutar, y mucho, del documental Operación Palace de Jordi Évole.
Para aquellos que vivan en Marte u optasen por ver el programa de Risto Mejide, resumiré lo que ocurrió. Durante dos o tres semanas, Évole se volvió omnipresente en las promos de La Sexta para anunciar un documental que cambiaría para siempre la versión oficial del 23F. En una excelente campaña de promoción, el periodista afirmaba que si se sabía el verdadero contenido del programa antes de tiempo, corrían el riesgo de no poderlo emitir en absoluto. Entonces empezaron a encenderse las primera alarmas. ¿Habría tenido acceso el equipo de Salvados a información o testimonios inéditos que echaran luz sobre lo que ocurrió realmente en Zarzuela y la Carrera de San Jerónimo? ¿Sería cuestionado el papel del Rey salvador que se nos ha vendido desde la Transición? ¿Tenían conocimiento la Casa Real y/o el Gobierno del inminente golpe y no hicieron nada para detenerlo? De repente, Jordi Évole, el Robin Hood catódico de las causas perdidas, la punta de lanza del periodismo de denuncia, parecía haber encontrado su caso estrella, un presunto Watergate que podía hacer tambalear a la propia Corona.
Pero Operación Palace no fue nada de eso. Fue mucho más y mucho mejor. Fue una obra de ficción sólo reconocida como tal al final de la misma. La supuesta conspiración de los máximos representantes políticos de la época con José Luis Garci para orquestar un golpe de Estado ficticio resultó ser una invención de un puñado de guionistas. Acabado el programa, una voz en off resumía los motivos de todo el montaje:
“Nos hubiese gustado contar la verdadera historia del 23F, pero no ha sido posible. El Tribunal Supremo no autoriza la consulta del sumario del juicio hasta que no hayan transcurrido 25 años desde la muerte de los procesados o 50 años desde el golpe. Esta decisión es terreno abonado para teorías y fabulaciones de todo tipo… como ésta. Posiblemente la nuestra no será ni la última ni la más fantasiosa.”
No se estaban emitiendo aún los títulos de crédito, que las redes sociales ya estaban en llamas reclamando el ejercicio del buen periodismo, criticando la manipulación a la que nos quería someter Operación Palace (o incluso el formato del propio Salvados), burlándose del “desmesurado” ego de Jordi Évole, llevándose las manos a la cabeza por mancillar un período sagrado de nuestra historia, unos, o por no cuestionarse una verdad oficial repleta de sombras y agujeros de guión, otros… Y así todos, en un ejercicio colectivo de lapidación (seguramente el deporte en el que los españoles somos campeones del mundo), lanzándole nuestras piedrecitas de hasta 140 caracteres u obuses de media columna editorial al mensajero.
Pero la realidad, lo que realmente cuenta, es que estamos todos revueltos. Medio país se está planteando cuestiones sobre el periodismo, la Transición, la elaboración del relato histórico, la legitimidad de nuestras instituciones e incluso sobre la calidad de nuestro cine. Resumiendo, que Operación Palace ha logrado más revuelo, más preguntas y más indignación que años y años del mal llamado “periodismo serio”. Y sólo por eso, el documental de Évole merece mi más entusiasta aplauso.
No creo que Évole necesite que le defiendan, y mucho menos alguien como yo. Ni él ni ninguno de los participantes en la farsa lo necesitan. (Y vaya nivelazo de participantes, por cierto. Para mi, cualquier iniciativa en la que participe Iñaki Gabilondo tiene garantizado, como mínimo, mi respeto y mi atención.) De todos modos, he sentido la necesidad de escribir estas líneas para reordenar mis ideas y desempolvar al periodista que sigo siendo. Para ello voy a intentar recuperar los argumentos que se están esgrimiendo contra el documental y tratar de rebatirlos (o no).
“Operación Palace no es periodismo.”
En mi opinión, ésta es una verdad a medias. El documental no es periodismo si lo tomamos como un relato objetivo de unos hechos reales sobre el 23F, cierto; pero sí lo es en cuanto lo entendemos como una reflexión sobre el periodismo mismo. La tesis de Évole se basa en eso: cuenta una no-realidad (me resisto a llamarlo mentira) porque a los periodistas de nuestro país se les impide tener acceso a los hechos reales.
El 23F es una excusa. Podrían haber elegido otros hechos históricos, pero ha optado por uno que siempre ha estado envuelto en sombras “por nuestro bien”. Las ganas de saber “lo que pasó realmente” siempre han estado allí, y el periodista ha querido tomar ese camino en muchísimas ocasiones, sin que se le haya permitido. Lo único que ha hecho Évole es poner farolas en ese camino, para descubrir las trampas que han tendido en él.
Alguien podría rebatir que el papel del verdadero periodista tendría que ser precisamente el contrario: encontrar las maneras de inutilizar esas trampas y saltarse las barreras de silencio para conseguir una “verdadera” exclusiva. Y tendría razón. Es más, éste es precisamente el objetivo que persigue Évole: denunciar la impenetrable opacidad que está impidiendo esclarecer lo que ocurrió realmente antes, durante y después del golpe de Estado. Ojalá podamos ver ese documental algún día.
El problema es que probablemente no lo veremos nunca. Hace tiempo que el periodismo de nuestro país está amordazado por derivas ideológicas indeseables y secuestrado por cuestionables criterios económicos. Los que de niños adoraban a Bernstein y Woodward se ven obligados a asistir a ruedas de prensa sin preguntas y a colaborar en campañas de acoso y derribo contra personas, insituciones, nacionalidades, partidos, jueces y a cualquiera que se meta por medio. El periodismo español ya no es el cuarto poder. No es más que un instrumento político más, controlado por aquellos a los que debería monitorizar. Y es en este contexto que presenciamos barbaridades como la campaña de El Mundo para poner en duda la autoría de los atentados del 11M. Y a eso sí que lo llamamos periodismo de investigación sin sonrojarnos.
“No se puede contar una verdad con mentiras.”
El primer día de clase de redacción periodística, a los alumnos se nos cuenta que el Santo Grial de la profesión es la objetividad. El segundo día te hacen escribir una noticia y te das cuenta que cada vez que tienes que elegir un adjetivo estás transformando la realidad en un relato personal basado en unos hechos y que esa subjetividad intrínseca de la construcción del discurso es indisociable del proceso comunicativo de cualquier idea. Dicho de otro modo: la objetividad sólo existe en las matemáticas. Y quien diga lo contrario, o miente o aún está en primero de Periodismo.
Más tarde, el periodista consigue su licenciatura y se pone a trabajar en un medio de comunicación (si tiene suerte) y se da cuenta de que la legitimidad de su trabajo no reside en esa idea platónica de contar unos hechos con la menor interferencia posible, sino en convencernos de la veracidad de los mismos. El periodista entiende que su profesión se basa en un contrato muy sencillo: yo te cuento lo que he visto, para ello voy a utilizar una serie de recursos a mi alcance, lenguaje, imágenes, poder de difusión, legitimidad del medio, etc, y tú tomarás esa información como cierta.
A lo largo del tiempo, ese contrato ha recibido muchas enmiendas. Del rigor casi enciclopédico y elitista (y terriblemente ideologizado) de los periódicos del siglo XIX, hemos llegado al big bang de estímulos informativos de la blogosfera, y en todo ese tiempo el periodismo se ha enfrentado a varios demonios que, se creía, iban a atentar contra su sagrada objetividad. El uso de la fotografía, por ejemplo. Antes del “una imagen vale más que mil palabras”, algunos periódicos rechazaron su uso al creer que una foto no podía contar un hecho por sí misma. El propio Walter Benjamin, por ejemplo, veía la fotografía como un mero proceso mecánico sin posibilidades expresivas y condenado a desaparecer. No fue así, claro está. La imagen se convirtió en paradigma de la objetividad, y de propaganda, pero pronto quedó claro que las imágenes, como las palabras, también se podían manipular. Y lo mismo ocurrió con el vídeo. De ahí que en los años sesenta surgiera el Nuevo Periodismo, de la mano de Truman Capote y Gay Talese. Ellos abrazaron la subjetividad y el lenguaje literario como armas periodísticas y se pasaron la pirámide invertida por el forro, para escándalo de muchos. Hasta hoy.
Resumiendo: que “la verdad” no se cuenta, sino que inexorablemente se interpreta y se transmite una versión de ella, más o menos interesada, según los medios al alcance. Y todos tenemos asumido que la legitimidad del contrato entre periodista y receptor no es la objetividad, sino la honestidad. Como en un matrimonio, la clave está (sobre todo) en la confianza mutua y no (únicamente) en el libro de estilo.
Volviendo a Operación Palace, el documental podría no responder a ese contrato. El contrato con Évole, redactado en las omnipresentes promos, nos prometía que veríamos otro Salvados. Pero no fue así, y automáticamente asumimos que todo era una mentira, tomamos en contrato como falso y nos enfadamos, porque una de las claves para la confianza es no engañar, y parecía que Évole no sólo lo había hecho, sino que además se había burlado de nosotros. Nos había contado una mentira para contar su verdad, y para muchos esto es intolerable.
Pero yo no quiero llamarlo mentira. Es ficción. Y hoy en día la ficción parece ser más efectiva para contar ciertas realidades que los informativos de toda la vida. Hace tiempo que lo creo y por eso dejé el periodismo. En un momento en el que consumimos noticias terribles como palomitas y no nos inmutamos ante escándalos que en otros tiempos habrían hecho caer gobiernos, lo único que parece removernos por dentro es la ficción. Y si esa ficción nos hace reflexionar de una manera que treinta años de documentales sobre el 23F no han logrado hacer, bienvenido sea.
Lo único que se le puede reprochar a Évole es que por unos momentos rompiera el contrato. La gente que confía en Salvados y lo ve como el único programa que cuenta unas realidades que otros medios ocultan esperaban otra cosa. Y se sintieron muy decepcionados. Yo el primero.
¿Debería habernos advertido antes? Una vez superado el sonrojo de mi credulidad, creo que no. De haberlo hecho, su trabajo habría dejado de tener sentido. Otros lo rompieron antes que él y gracias a eso empezamos a entender el periodismo de otra manera. Almenos al final Évole nos contó que todo era una farsa mientras que, como él mismo dijo, otros no dejan de publicar falsedades (es decir, cosas que jamás han ocurrido en la realidad) sin decirnos que lo son en ningún momento.
“El documental afianza la versión oficial.”
Muchos de los defraudados con el mockumentary de Évole temen que eso quite el foco a las grandes dudas que aún se ciernen sobre lo que realmente ocurrió en el 23F. Creo que la voz en off final del reportaje que he transcrito más arriba logra precisamente lo contrario. La versión oficial está hoy más en duda que nunca.
“Es mero espectáculo en busca de audiencia.”
No negaré que Operación Palace es un espectáculo televisivo. Un gran espectáculo que han visto más de cinco millones de personas y que está generando ríos de tinta (y de bytes). Mi pregunta es: ¿y qué? Es lo que me pregunto siempre que alguien utiliza la popularidad como un arma arrojadiza para desmerecer la calidad de un producto, ya sea periodístico o cultural. ¿Es malo llegar a un gran público? Yo creo que no. ¿Es legítimo utilizar herramientas del mundo del espectáculo para contar una historia periodística o promocionarla? Lógicamente sí. Todos los grandes documentales de la historia del cine lo han hecho, y Évole no podía ser menos.
“Es un plagio de mala calidad.”
Operación Palace se inspira explícitamente en Operación Luna, un documental del canal francés ARTE France que especuló con la posibilidad de que la llegada del hombre a la Luna en el Apolo 11 fuera tan un engaño llevado a cabo por los Estados Unidos. El falso documental afirmaba que las imágenes que todo el mundo pudo ver en su día habían sido rodadas en un estudio de televisión del director Stanley Kubrick, quien por aquel entonces rodaba 2001, Una odisea en el espacio.
El documental consiguió lo que parecía imposible: entrevistas con los mismísimos secretarios de Defensa y Estado Donald Rumsfeld y Henry Kissinger, e incluso con el entonces director de la CIA, Richard Helms. Las entrevistas fueron sacadas de contexto, con preguntas algo ambiguas que no estaban centradas en el asunto del documental y que parecían dar cuerda a la supuesta teoría conspiratoria del director William Karel.
Más allá de la opinión artística que nos merezcan ambos mockumentaries, afirmar que Operación Palace es un plagio es tan absurdo como decir que Operación Luna es un plagio de la emisión radiofónica de La guerra de los mundos de Orson Welles. Todos tienen algo en común: tomar un formato periodístico para contar una ficción. Y ya está. Évole dijo explícitamente que se inspiró literalmente en la película de Karel para contar su propia conspiración. Y el revuelo que ha creado es mucho mayor.
Si nos ponemos a comparar ambos documentales, Operación Luna es un juego de niños, un divertimento sin consecuencias reales en la sociedad americana. No se estaba tocando uno de los puntales de la historia reciente del país. Évole lo ha hecho y eso convierte su documental en algo mucho más trascendente que una ficción sobre la llegada a la Luna. En este sentido, la copia supera al original.
Otro tema, como digo, es la plausibilidad de la ficción elegida. Es cierto que los momentos en los que se fantasea con la posibilidad de que Josep Maria Flotats dirigiera el golpe y que al final lo acabara haciendo José Luis Garci estaban muy pillados, pero responden a un sentido del humor exquisito.
“A mi no me engañaron en ningún momento.”
Felicidades, eres muy listo.
“Es un tema muy delicado sobre el que no se puede jugar.”
Esa es la gran trampa en la que caemos en este país cada dos por tres. La Transición no debe tocarse, como tampoco hay que cuestionar la Constitución ni ninguna de las instituciones que se derivan de ella. Con esa excusa hace años que vivimos en un país anquilosado, corrupto y en la ruina que nadie se atreve a reformar. Y ya es suficiente. Este tema y otros tienen que tratarse con la máxima urgencia. Y si levantan ampollas, mejor. Operación Palace lo ha hecho. Quizás ha dolido, quizás nos hemos sentido engañados o estúpidos en algún momento, sí, pero eso suele pasar cuando alguien nos obliga a ver la realidad de otro modo. Se le llama salir de la zona de confort. Una zona en la que España hace demasiado tiempo que está instalada. Los falsos documentales nos pegan una bofetada de vez en cuando, para recordarnos el poder que tiene el poder para manipular la realidad. Hoy sabemos que Amstrong, Aldrin y Collins realmente llegaron a la Luna, pero gracias a Jordi Évole hemos visto, una vez más, que muchos españoles aún estamos en ella.