Acabo de echar un vistazo a mi timeline de Facebook y he visto que la mayoría de artículos y reflexiones sobre los atentados de París del viernes no hablan de sus causas y posibles soluciones, sino sobre la reacción que han suscitado en las redes sociales (en particular, el uso de la bandera francesa en los avatares y la idoneidad de los hashtags usados en Twitter). Parece una competición para ver quién publica la mejor muestra de duelo, la reflexión más inteligente, única y digna de aplausos y likes. Podría definirse como una gamificación del duelo.
La gamificación consiste en introducir estructuras provenientes de los juegos para convertir una actividad a priori aburrida en otra que motive a la persona a participar en ella. Lo vemos en todo tipo de aplicaciones. Desde apps de ejercicio físico como Runtastic o Freeletics, hasta programas específicos para dejar de fumar o llevar las finanzas del hogar. Para lograrlo se utilizan varias estrategias, entre las que destacan tres: la obtención de premios (en forma de insignias, créditos, o distinciones que se hacen públicos y que dan una mejor imagen de nosotros), la competitividad (la motivación suele surgir del afán de superar a los demás jugadores) y la simplificación de las reglas. Esos tres parámetros funcionan a la perfección cuando quieres perder un par de kilos en el gimnasio, pero resulta inquietante comprobar cómo los hemos puesto en práctica este fin de semana tras los atentados de París.
Empecemos por la simplificación de las reglas. La muerte es un tema incómodo. No hablamos nunca de ella y cuando fallece el padre de un amigo cercano (ya no digamos si a ese amigo cercano le diagnostican un tumor incurable) lo primero que queremos es salir corriendo. No tenemos armas para enfrentarnos a ello. No sabemos qué decir en el entierro. No estamos seguros de cuál es la mejor manera de dar calor y apoyo. Cuando aparece la muerte entramos en terreno resbaladizo. Y es normal que sea así. No es fácil dar un pésame, respetar el dolor ajeno y acompañar en momentos difíciles. Las reglas del luto piden altas dosis de generosidad, empatía e inteligencia emocional. Simplificarlas es peligroso, puesto que banalizan el objeto de duelo. Y eso es precisamente lo que hacen las redes sociales. No ocurre con la muerte de alguien próximo, naturalmente, pero sí tras un antentado o la desaparición de un personaje público. En ocasiones así basta con tuitear un escueto “DEP” (seguramente con un smiley tristón) o poner un filtro tricolor en tu avatar para fichar. Pésame dado; check! No hace falta pensar mucho. Internet nos facilita el trabajo: nos da el hashtag hecho y no importa si somos religiosos o no, que rezaremos todos por París.
Eso me lleva a la segunda regla de la gamificación del luto: la obtención de premios. Nuestro check-in en la casilla del dolor no sólo mejora nuestra autoestima con la convicción de estar haciendo lo correcto; también refuerza nuestro sentimiento de pertenencia a una comunidad (occidental), mitiga nuestro dolor antes las atrocidades, da una imagen de solidaridad y empatía en nuestros muros y, en definitiva, nos hace sentir mejores personas. El gran problema aparece cuando entra en juego la competitividad y yo quiero ser mejor persona que tú.
En los juegos siempre hay un ganador y un perdedor. Esa lógica intrínseca está hecha para un campo de fútbol o un tablero de Trivial, pero resulta obscena cuando, gamificación mediante, impregna otras actividades como el luto. Así surgieron las primeras críticas a la bandera francesa de los avatares de Facebook: tu solidaridad por las víctimas francesas no era válida si no la mostrabas también por las libanesas, las sirias, las iraquís… De repente, mi luto era mejor que el tuyo, pero a la vez era peor que el de más allá, porque en mi estupidez yo no veía que el verdadero culpable de todo son las potencias occidentales que trafican con armas y que han desestabilizado Oriente Medio con políticas de control postcolonial en los últimos 80 años. En esa partida virtual importaba menos mostrar respeto por las víctimas (o por las demás muestras de solidaridad) que colgarse el máximo número de medallas a los ojos de nuestros seguidores: la Medalla a la Mayor Equidistancia, la Medalla al Mejor Historiador, la Medalla al Mejor Analista Geoestratégico e inevitablemente, la Medalla al Mejor Cínico que se llevaba el primero que escribiera “sois todos unos borregos”.
No es mi intención criticar esa dinámica desde fuera. La reflexión que estáis leyendo forma parte de ella. Seguramente me estoy intentando colgar la medalla de Gran Analista del Mundo 2.0. Yo mismo fui víctima de un arrebato paternalista al criticar ferozmente el uso del #prayforParis por su contenido religioso. Consideré que mi luto laico era mejor.
Estoy en el juego. Y tú también. Es más, creo que somos adictos a él. No es nada nuevo decir que nos alimentamos de likes y narcisismo. Un ejemplo muy claro de eso ha sido el polémico selfie de @albertogestoso en Instagram. El chaval tuvo la desafortunada idea de hacerse una foto con el torso desnudo y el ya universal símbolo de la paz contra los atentados dibujado en sus perfectos abdominales. Estaba tan acostumbrado a mirarse el ombligo que creyó oportuno mandar su mensaje de solidaridad enseñándolo literalmente. Todos nos hemos lanzado a lincharle por eso, a pesar de haber estado haciendo lo mismo durante todo el fin de semana. Yo el primero. Mea culpa.
Por eso no voy a sacar ninguna sabia conclusión al respecto. No oiréis de mi un mensaje apocalíptico que satanice las redes sociales. Soy un acérrimo defensor de ellas, aunque las usemos de manera tan torpe. Hace tan poco tiempo que tenemos esa herramienta en las manos, que aún no sabemos muy bien como utilizarla sin hacernos daño. Somos niños de cinco años con una pistola cargada. Es sólo cuestión de tiempo que nos disparemos un pie o que matemos a alguien. Pum. Medallita para mi.