Prólogo de Martin Sherman a la edición catalana de ‘Marburg’

El año 1967, un virus desconocido se desató en la ciudad alemana de Marburg, con un balance de 23 víctimas. Se descubrió que el virus, bastante similar al virus de Ebola, había pasado a los humanos a través de los monos africanos que habían sido importados para hacer experiemntos médicos. Los primeros infectados fueron profesionales relacionados con las investigaciones. Además, otra gente que había tenido contacto directo con estos trabajadores, un contacto que de alguna manera implicara intercambio de sangre, también fue infectada. De este modo, la pandemia alemana estaba conectada con África y, al mismo tiempo, la enfermedad del personal médico encontró una conexión con gente de fuera del sector. La enfermedad (cómo pasa con los desastres naturales y con las masacres relacionadas con el terrorismo) parece uno de los grandes tejidos que conecta la vida moderna, una de las líneas más pertinentes de comunicación. La muerte, y no el amor, es lo que une el mundo.

Guillem Clua utiliza esta anécdota aterradora como su línea de vínculo de la pieza intrigante, imaginativa y profundamente angustiante que es Marburg. El autor evoca cuatro Marburgs en cuatro momentos del tiempo: la ciudad alemana que dio nombre a la enfermedad el año 1967, pero también tres ciudades con el mismo nombre en los Estados Unidos (1981), Sudáfrica (1999) y Australia (2010). A partir de aquí, sigue un rastro de epidemias universales (intolerancia, miedo, desesperación y una actitud curiosamente ambigua hacia la muerte) que infectan a sus personajes a través de las décadas y los continentes. El mundo que nos describe está infestado de virus para los cuales no hay cura. Los viejos guardianes del sistema inmunológico de la civilización (la religión, la familia, los códigos de honor) se han hundido. En su lugar, la falacia circula por todo el flujo sanguíneo: la presencia de las mentiras es constante a lo largo de toda la pieza, a menudo de manera vergonzosa, y se propagan a través del tiempo y el espacio. Los personajes de Guillem Clua, al final, sólo pueden desembocar en la desesperación. Y, sin embargo, quizás porque la escritura es al mismo tiempo tan vital e innovadora, una obra sobre la desesperación se transforma, en ella misma, en una pieza no desesperada. El hecho mismo de que haya sido escrita, y que dentro de ella lata tanta energía vital, sugiere que la fuerza de la vida es tan atrayente y poderosa como el impulso seductor de la extinción.

Eso se debe, en parte, al hecho de que Guillem Clua es un gran narrador de historias. Cada sección de Marburg contiene en sí misma una serie de relatos. Algunos de ellos están interconectados; en este sentido, la obra está en deuda con el cine de Robert Altman, Alejandro González Iñárritu y otros directores. Historias que pueden traspasar las fronteras del tiempo y del espacio para unirse y ser, al mismo tiempo, independientes. El arte de explicar historias en el teatro se va perdiendo; Clua, sin embargo, lo rescata de forma magistral. Quizás a veces ejerce un control demasiado estricto sobre las historias y sus personajes no respiran de manera tan independiente como haría falta, pero esto es casi refrescante, porque de hecho, el autor está intentando encontrar algún sentido a la vida moderna (y hay que decir que la vida moderna, como ocurre en Marburg, es inevitablemente internacional). Quizás, en última instancia, este sentido no se concreta, pero entonces no sería honesto pretender encontrar respuestas a nuestras preguntas: el trabajo del autor es demostrar, investigar e iluminar los virus escondidos que devastan el sistema inmunológico de este siglo XXI que es a la vez una época muy dinámica y una bomba de relojería. Guillem Clua lo hace, y lo hace con gran fluidez, estilo y ambición (¡no podemos olvidarnos de la magnitud y la audacia de su ambición!) verbal y dramática. Todo esto lo define como uno de los grandes dramaturgos emergentes de este nuevo mundo tan valiente y al mismo tiempo tan aterrador.

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